La artista plástica y escritora que vive en Mar del Plata desde 1982 comparte ocho de sus textos poéticos. Obtuvo el Primer Premio 5º Aniversario “Mujeres en el Arte 1996” y el tercer “Premio Rodolfo Brandenberg 2005”.
Morir de intemperie
Una ciudad amanece sitiada por el frío.
Un hombre quieto espera en una fila, solo, como todas las mañanas.
Una mujer entra y pasa tan cerca que el frío de su abrigo queda pegado en su cara; ese frío que apura el paso y que a ella se le pega en las piernas.
Él se balancea y hace un gesto por rozarla, pero sueña que tropieza y se cae y un segundo después la reemplaza el olvido.
Esta siempre ahí, el mismo hombre.
La misma cara negada al sol de la mañana.
Los mismos ojos negros olvidados a los de Dios.
La boca rota.
Todas las heridas de la noche dormían en su espalda.
-¿Es su pensamiento el que espanta las moscas?- No, solo es una forma de moverse para no morir de intemperie-.
Adentro, una fila impaciente se remueve, incómoda en los límites del tiempo. La gente habla sin ver.
Afuera, un perro se ladra a sí mismo en un charco helado.
Aparentemente quieto, siente el aleteo de una mosca. Algunas palabras resbalan de su boca y van a caer sobre los billetes que insiste en sus manos, como naipes que nunca ganarán el juego. Es su turno, y un joven con la cara lisa de tan lavada lo mira desde el mostrador negando cuatro veces con la cabeza. Cuando la privación es absoluta los párpados caen y los ojos se cierran a mirarla.
-Alguien está haciendo que la fila no se mueva; una mujer de cristal y un hombre por delante con la espalda oscurecida quieren agarrar una mosca con la mano.-
El sonido llega mínimo y desde atrás. Ella mueve las piernas y el aire se vuelve azul. Cálida como ese sol que a él se le negaba, su mano se levanta y es “bandera blanca” que lo salva. Un billete flamea silencioso y algo sucede con su boca que no se alcanza a ver, suena a hielo roto quebrando el aire.
El atravesó la puerta espantando soledades. Ella se detuvo en ese instante necesario por buscarlo dentro suyo, antes que se la trague la luz.
Día uno
El campo se desliza en una horizontal verde lejana. Vivirlo es pedirle al cuerpo que se mueva de otra manera; cerrar una tranquera lo cuelga sobre la madera, el brazo se estira rozando el perfume de esa madrugada.
No sabía cómo reconocer ese olor y pensó que no conocía los árboles. Refugio vertiginoso de una ardilla la misma rama pide silencio y es garra que cierra el paso.
Debajo de los pies la tierra es pólvora roja hibernando. Es posible oír los segundos.
-No voy a poder hacerlo- le dice. -No voy a poder- repite.
Una canilla que pierde se escucha de a ratos, cuando ella puede dejar de decirlo.
Mucho más tarde el cielo tiñe la piel de rosa.
Día dos
Una mujer frente al espejo no se reconoce. Esa otra que la mira, la piel rosa de deseo, abraza todavía un verano imposible.
Pasto de invierno, amarillo sereno. Alguna flor se resiste a irse, enamorada todavía de la rama que duerme.
Sombra añorada del pino, su suelo es “campo minado”; hojas secas diminutas se abren paso en la carne y dejan huellas doradas.
Oro en los pies desnudos, la piel teñida de cielo, esas rojas ganas de permanecer.
Alguien puso un trapo debajo de la canilla.
Ya no se oye el tiempo correr.
Día tres
-Una Monarca y otra más volando más alto- dice.
Le digo que tienen ese vuelo ondulante naranjanegro y ella lo sigue con la mirada, con la cabeza que se inclina, gira; el cuerpo que da vueltas sobre si mismo, se detiene, no sabe dónde van a caer los pies del color de la luna cuando sale dorada, o si cuelgan las manos blancas, ajenas al deseo. El cuerpo olvidado de sus alas.
Yo quiero decirle que un árbol es su tronco oscuro de fortaleza que sostiene en la altura su verde cielo de cristal y se hunde en la tierra pura raíz suya que busca el agua y así se piensa árbol. Todo junto.
Ella tiene las horas contadas. Lo sabe.
-No voy a poder hacerlo- titubea una vez más.
Puedo ver el viento en la tierra agitando sombras, no puedo saber si ella lo escucha.
Habla palabra
Hay palabras que se dicen y te dejan sin aliento, sin aire,
viento del aire que sofoca dentro tuyo.
Las soplas, las decís a voz viva, una y otra vez que es como sabes decir las cosas. Las tiras al viento cual si fuera paloma porque querés verlas regresar convertidas.
No, no las escribís. No las querés mudas ni muertas. Elegís la boca que se abre en esa oralidad de la lengua nuestra que atraviesa los milenios.
No me digas que a las palabras se las lleva el viento.
Yo sé cómo él las insta a viajar, confiando su verbalidad al tiempo.
Del otro lado
“Espero que tu ames a los pájaros también.
Es económico.
Ahorra ir al cielo.”
Emily Dickinson
De este lado, en cada habitación, alguien dormía.
Del otro lado de la piel, estaba sola.
No tenía ni frío ni calor; apenas percibía la sed.
Podía adivinar lo superfluo y separar la paja del trigo
para darse de comer, pero su boca no conocía el hambre.
Solo había nacido para mirarlos.
Elegía esa hora de la noche para reconocerse en su vuelo;
cuando alguna Luna iba a tenderse en su cama, y le regalaba plumas.
Ellos conquistaban el silencio nocturno y ella se animaba a hablar.
La manzana de Eva
El cielo está detenido como una eternidad encendida.
Ya no se mueven en él ni lunas ni tormentas.
No bajará el viento para mover las ramas desnudas de este invierno ni del próximo. Un solo pájaro lo atraviesa como un disparo sin dueño y deja una estela que dibuja dos soledades.
Miran el rostro blanco de Dios, como una burla, una catástrofe.
Y caen.
¿O ya habían caído?
No las dejes caer en la tentación mientras alcanzan el agua bendecida del deseo y los peces siguen multiplicándose.
Se repiten cayendo.
Van a caer sobre agua que arrastra, y les cierran los ojos a los peces que intentan besarlas. Arde su cuerpo en bocas marinas.
-No íbamos a hacerlo- piensa. Estaba escrito, pero necesitó leerlo más de una vez. Las palabras se remuerden en su lengua antes de ver la luz.
Mientras la tormenta no llega y el cielo se resquebraja se deja oír un futuro.
-Puedes pensarlo pero no debes decirlo. Esa es la muerte del pez -.
Cambiar
El futuro…
Si, esa incertidumbre que nos arroja al movimiento incesante como aleteo al cadalso.
Levanta el vuelo pájaro de la noche,
no dejes que los días sin nombrarte se vuelvan tu tumba.
Siempre puedes alzar la voz hasta saberla tuya.
Mueve tus alas, no rindas tus pies mudos a merced del ritmo del pasado que agoniza.
Te debes al cambio,
ese que hoy sopla el viento.
Inés Vionnet nació Buenos Aires, en 1961. Es artista plástica, se formó en el taller de Marta Porreta en Mar del Plata, ciudad en la que vive desde 1982. En 1995 trabajó en el taller de Jorge Demirjián en Capital. A partir de 1992 participa en salones Provinciales, Nacionales e Internacionales; muestras colectivas e individuales, pasando a formar parte de la galería Copa Oliver Arte en Buenos Aires. En 1999 forma parte de “Nodo” realizando instalaciones en la vía pública y espacios no convencionales, entre ellos, “Usina I” en el año 2002. Es instructora de Yoga y Ayurveda. Escribe de manera autodidacta desde que tiene memoria. En el año 2023 quiso que alguien mirara su trabajo. Buscó y encontró a Evangelina Aguilera, poeta exquisita, que la ayudó en ese camino de enriquecer su palabra. Obtuvo un Primer Premio 5º Aniversario “Mujeres en el Arte 1996”, del Museo de Arte Hispánico y Latinoamericano de Florida (Miami, Florida. EE.UU.). Y obtuvo un tercer premio de dibujo salón de artes plásticas titulado “Premio Rodolfo Brandenberg 2005”, entre otros. En el año 2009 la galería “Don Chisciote”, en Roma, Italia, adquiere parte de la serie “Muñecas Mudas”.